sábado, 17 de agosto de 2013

A cien por hora

Se apoyaba en mi hombro mientras lloraba. Y yo no la veía pero sabía cómo caían las lágrimas por sus mejillas y cómo llegaban a mi camiseta y la empapaban. Y sabía cómo se le movía el pecho por el roce con el mío. Y yo le tocaba el pelo suavemente y la rodeaba por la cintura, mientras susurraba palabras sin sentido en su oído intentando que se tranquilizase. La quería demasiado como para verla llorar.

No sé cuánto tiempo permanecimos así, ella llorando, yo deseando que no se me saltaran las lágrimas porque no soportaba verla mal. Hasta que por fin lentamente se apartó, llevándose las manos a los ojos. Y vi pequeñas perlitas que no eran otra cosa que sus lágrimas entre las uñas bien perfiladas, que bajaban por los dedos blancos y delicados.

Y al apartar las manos allí estaba de nuevo, serena y firme. Con los ojos algo rojos, pero no importaba, sólo acentuaba lo claro de su mirada, de sus enormes ojos azules. Cómo la quería y qué poco nos lo demostraba.

Fue ella quien tuvo que lanzarse. Fue la primera en cerrarme los ojos y abrirme el apetito. Fue ella quien se inició y, con aquel primer beso, fue capaz de ponerme el corazón a cien por hora.

viernes, 2 de agosto de 2013

Cadenas

Se despertó encadenado. El dolor en sus miembros hablaba de cansancio, de horas en la misma posición. No recordaba cómo había llegado allí, ni recordaba cómo había llegado aquella sangre ya seca a sus manos. Tampoco recordaba en qué momento le había crecido tanto el pelo, en qué momento había llorado (o en cuál había dejado de hacerlo) ni cuánto tiempo hacía que no veía la luz del sol.

No recordaba más  que lo que ya permanecía dentro de él como una verdad insoldable, eterna, mezquina. Su único recuerdo era la roca dura, los  grilletes oxidados. Su único recuerdo era la luz que provenía de la superficie, era el eco de las pisadas de las ratas, el sabor de las lágrimas y un dolor tan grande, como si hubiera perdido algo...

Quizá hubiera perdido algo, no era capaz de recordarlo. Pero suponía que sí. Bueno, más que suponer, algo se lo decía. Era como si en algún lugar de su mente un recuerdo oxidado quisiera ponerse de nuevo en funcionamiento, sin conseguirlo nunca. Quizá con el tiempo.



A ella el sabor de las horas se le hacía monótono. Cada dos días venía Alguien, no conseguía saber quién. Le habían vendado los ojos y había tenido que agudizar los otros cuatro sentidos para no volverse loca allí fuera. Porque sabía que estaba fuera. El viento era demasiado fuerte en algunos momentos, los rayos del sol abrasadores y las precipitaciones... Las precipitaciones no existían. Estaba en algún lugar tan alto que superaba la franja de las nubes. Eso explicaría también que no hubiera oído ni un sólo pájaro. Pero cada dos días venía Alguien.

Alguien le llevaba comida y la examinaba con la vista, pero nunca hacía ningún comentario. Sabía que la miraba por ese extraño cosquilleo que se le extendía por todo el cuerpo. Y la comida que le llevaba no podía llamarse realmente así. Bueno, podría si por "comida" se hubiese entendido alguna vez una serie de sueros destinados tanto a su alimentación, como a provocarle un continuo deterioro de la memoria. Bueno, tampoco de la memoria, tan sólo la memoria que se refería a él. Había un frasco, de entre los cinco que Alguien le daba a probar cada vez que la visitaba, que tenía ese efecto. Era algo que había averiguado a las pocas semanas de cautiverio, aunque no sabría decir el tiempo que hacía de eso. Por eso, cada vez que Alguien venía, procuraba beber sólo un poco de cada frasco. Así, ciertamente, iba aumentando la desnutrición. Pero conseguí también su principal objetivo: no lo perdía, no perdía su recuerdo, no perdía cada uno de los maravillosos momentos cuya penitencia ahora estaba pagando.

Ella estaba en lo más alto de la más alta torre, en el pico más alto de la montaña más alta del mundo. Y él, como los caballeros andantes que pasan su vida buscando a la princesa, vivía en lo más profundo del valle, en el más angustioso hastío. La única diferencia entre los cuentos y la realidad era que nunca se unirían. Que sus manos y pies estaban atados. Que no se darían el más bello beso, sino que recibirían el beso eterno de la muerte.

Quizá algunos pensasen que era una forma bella de morir, pero no veían nada bello en morir si no era el  uno en los brazos del otro.