sábado, 31 de diciembre de 2011

#1

En días como éste es cuando me levanto, cuando miro a la gente, sus miradas vacías, los deseos apagados que no traerán nada más. Otro día cualquiera como podría ser ayer, o quizá mañana. Tal vez el mismo día  que naciste, el día que morirás. Son todos iguales, pasan por tu lado en forma de rutina, de cabezas frías, de miradas tristes. Cansa un poco, ¿no crees? Mirar por la ventana y ver una marea de hojas de otoño, todas iguales, sin vida, que caen por inercia y siguen su camino, que cuando están en el suelo no se dan cuenta hasta que empiezan a descomponerse. Algo así son las personas, las observo todos los días desde mi ventana al despertar. Pero no siempre fueron así.. Hubo un tiempo en que la humanidad brillaba, donde cada día era un descubrimiento. En aquella época de luz, los hombres veían en cada día una esperanza, en cada pequeño salto una oportunidad de cambiar el mundo.. Crear cosas nuevas era sólo un paso, un pequeño logro hasta llegar a una meta que ellos mismos se habían marcado y que cada día se alejaban un poquito más, para no llegar nunca, como una utopía personal que les ayudaba a ser mejores. ¿Y dónde quedó ese tiempo? No lo sé, sólo sé que a veces lo extraño tanto que me gustaría acabar con todo. Esos son los días como hoy.
En días como hoy la gente es gris, como las ciudades. Gris como los coches, como las farolas, como el humillo que baila entre las calles. Un tedio que inventaron ellos mismos, sucios humanos que mataron la inteligencia, la imaginación, que aplastaron lo que les hacía distintos del resto de animales. Llenaron sus mentes de basura, aplastaron la imaginación de los niños con sucios cachivaches y horribles dibujos en televisión, grotesco aparato que marcó el principio del fin de la inteligencia. Sólo unos pocos, los magnates, los poderosos que idearon el plan quedaron libres, inteligentes, naturales, humanos. Y al morir ellos, cuando todos habían sido infectados por el virus que nosotros llamamos ‘parálisis imaginativa’, ya nada podía hacerse. ¿Quién se da cuenta de la enfermedad cuando ya todos están infectados? Y así fue pasando el tiempo sin que nadie notase nada, hundidos como están en sus perfectas y rigurosas rutinas que les dan la excusa perfecta para no pensar, para no arrepentirse de aquello que han perdido y no logran recordar. El virus se fue pasando de generación en generación, fueron perfeccionándose los métodos, tomándose la mentira por verdad y la salud como enfermedad. Así, aquellos pocos que nacían con la mente libre y abierta, tal y como habían sido sus antepasados, eran dados de lado, marginados por utilizar el intelecto del que el resto carecía. Eso ocurría siempre y claro tuvieras suerte, al menos en una vida de marginalidad el desterrado podía seguir con su inteligencia. El problema, por supuesto, se planteaba cuando el orden temía por su seguridad, cuando creía que un individuo era demasiado peligroso para el resto por tener la mente sana o, como ellos pensaban, por padecer locura. Entonces el individuo era obligado a aprender, a recitar, a aprender sujetos, frases, palabras y números sin un significado real. Datos y datos que lo único que pretendían era llenar su cabeza, hacer que olvidase su capacidad de pensar. Fue uno de ellos quien nos alertó, gracias al cual hoy estoy yo aquí.
Al recibir la noticia muchos de mis congéneres no la creyeron, hacía tiempo que habíamos desechado la idea de que hubiese vida inteligente en otros planetas. Cuando rastreamos la Vía Láctea con el examen de actividad cerebral media, ninguno de los planetas dio un índice lo suficientemente elevado como para considerar que hubiese vida inteligente en él. Sin embargo, al recibir este anuncio se comprobó que en la tierra, si bien existía vida inteligente, era en muy pocos individuos de la especie que se autodenominaba “Humanidad”. Por tanto, decidimos enviar una avanzadilla para que investigase el planeta y el hecho de que en una especie sólo unos pocos individuos estuviesen dotados de inteligencia. Como era de esperar, me tocó a mí ser uno de ellos. Al haber sobrevivido a algunas de las peores batallas de los últimos milenios, no esperaba otra cosa. Y así, finalmente, fue como terminé aquí.
Al principio me costó trabajo adaptarme, siendo tan distinto como era el planeta a mi tierra natal. No tenía problema con la atmósfera, que era muy similar, sino más bien con la fauna indígena, humanos entre ellos. Sin embargo, poco a poco fui adaptándome, vaciando mi mente poco a poco, sin olvidar al mismo tiempo leer tanto como pudiese sobre la desaparición de la inteligencia humana (los libros eran la única vía de información fiable de antes de la pandemia). Sin embargo, algo me está ocurriendo que me acerca demasiado a los humanos primitivos, y es que está naciendo en mí eso que ellos llamaban ‘sentimientos’, sensaciones en mi interior que no puedo controlar.                      Por eso es que en días como hoy me gustaría coger un arma, asomarme a la ventana de esta habitación, falsa prisión como otras tantas que crearon para la gente a la que vaciaron la cabeza. Rebelarme contra este planeta que no es el mío y en el que realmente nunca pedí estar. Acabar con la vida de todas aquellas personas que la desperdician, que la ahogan entre datos vacíos que nunca significaron nada, porque los engañaron, porque llevan toda su vida viviendo una mentira y no se dan cuenta. Cierto es que podría enseñarles, decirles que todo es una mentira, volver a llevarlos por la senda correcta. Pero, sinceramente, no serviría para nada. La mayoría preferiría vivir en un engaño sabiendo que al menos están a salvo antes que saber que fuera hay un mundo, que les espera algo más. Que la humanidad no es aquello que se vive en un segundo, que es un trabajo en equipo y que ellos pararon la cadena. Por eso, antes de que la mayoría se subleve, preferiría matarlos a todos excepto aquellos a quienes he observado inteligencia. Acabar con el tiempo que nunca supieron apreciar. Y empezar una vida nueva en este planeta inerte como la tierra recién quemada, que es triste y seca, pero que algún día será la más fértil de todas. Déjame intentarlo, ¿dices que a ti te da miedo? Tranquilo compañero, seré yo quien empuñe el arma, pues ese es mi deseo. Deseo de aniquilarlos a todos, de que nunca más vuelvan a despertar. Así al menos las futuras generaciones que vengan no estarán infectadas de este peligroso virus, al menos ellas podrán saber el gran don que resulta la inteligencia y valorarlo como un día sus antepasados hicieron. Pero de momento nada, como mucho se salvaría medio centenar de personas. Suficiente si te paras a pensarlo, muchos menos que ellos crearon una vez otros tantos de los cuales nació la ingente masa gris de personas que ahora caminan en calles como esta por todo el planeta. Ellos solos serían suficientes para repoblar el mundo, hacer realidad mi deseo, hacer de este el bello mundo de luz e inteligencia que un día fue. Decidido, bajaré a la calle, haré una masacre. Podría hacerlo desde aquí, bien es cierto. Pero con el transcurso de los años y de las guerras he aprendido que cada muerte cuenta, y por tanto debes sentirla en cierto modo tú también. Si disparase desde aquí arriba mataría sin mirar, sin fijarme en sus caras, en el pulso y sus expresiones en el momento del estertor. Mejor bajar a la calle, tomar un arma blanca. Un hacha, una espada, un machete, en el fondo da igual. Sólo quiero que me sirva para destrozarlos, masacrarlos. Para poder sentir sus vísceras calientes bañando mis manos, para poder ver sus caras en el momento en el que dejen el mundo que no supieron valorar. Sí, este sentimiento es lo que los antiguos llamaban odio. Y yo siento odio por toda esta sociedad, por la humanidad en general, por esa gran mayoría de cabezas huecas que impidieron a los grandes progresar. Matarlos a todos es lo que me gustaría, acabar con la escoria que llena sus cabezas con el mejor remedio que se me ocurre, separarlas de sus cuerpos. Pero, como siempre, me contengo. Me quedo quieto en mi ventana mirando las mareas grises de humanos iguales, esperando el día en que acabe mi misión, en que vuelva a mi planeta, recupere mi estabilidad emocional y todo sea como si nada hubiera pasado. Pero mientras tanto estaré aquí, me sentiré cada día más humano. Y recuerda, nunca pongas un arma cerca mía, pues acabaré con la humanidad en un santiamén. Eso al menos es lo que siento en días como hoy.

Presentación.

Bueno, hola. ¿No se dice hola? Porque es hola lo que se dice, ¿no?
Bueno, debo presentarme.
Me llamo Carmen, aunque a veces cuando estornudo mi nombre cambia a Jesús. También me llaman "Bicho", "Tú" o "Personita adorable", dependiendo de la persona y el lugar. Soy esa persona con miles de virtudes demasiado escondidas y decenas de defectos con afán de protagonismo. Soy quien siempre anda detrás del resto, la que canta mientras espera a que el semáforo se ponga verde. Soy esa amiga cariñosa de la que nadie se da cuenta pero que es imprescindible para ti. Soy la musa de tu simpatía, la artífice de las sonrisas escondidas. Soy tú, soy yo y soy ellos. Soy aquella que siempre está aunque pocos la perciban.
Soy aquella que hace tonterías para evitar que salgan las lágrimas, soy ese baile improvisado que te hace reir.
Incapaz de estar triste, intento de melómana y amante del arte que nunca llegaré a practicar. Intento de ninfómana, o de Julieta según se mire. La última cucharada de colacao con más sustancia que ninguna pero que llega cuando ya has saciado tus ganas. Soy todo eso y más, soy distintas personas dependiendo del momento.
Soy felicidad, alegría y optimismo.
Me llamo Carmen y mi nombre es poesía.