lunes, 29 de julio de 2013

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No eran más que sus labios los que sonreían, aportando un deje raro a su mirada triste bajo las grandes pestañas negras como el satén. Esa mirada que me absorbía, que me atrapaba, que me hipnotizaba y no me dejaba salir. Esa mirada fría, esos ojos oscuros, esa necesidad de mirarla y a la vez echar a correr. Esas ansias de repudiarla y a la vez abrazarla muy fuerte.

Era la mirada de quien nunca había tenido nada; de quien lo había tenido todo, pero en su interior. ¿Y qué era yo, en comparación? No era nadie, no era nada si comparabas mi mirada con tintes de vacío con la suya, que tanto mostraba. No era mucho más que ese espectro que se sentaba con ella en la mesa, que admiraba la belleza de su armonía fija, que bailaba entre la sombra de sus pestañas y que besaba con la mirada cada centímetro de su piel impoluta, de las fŕagiles ondas de su pelo. No era yo más que una mera espectadora, muda, callada, que contenía el aliento queriendo hacer eterna su belleza efímera, queriendo fotografiar cada cadencia en sus movimientos, cada suave matiz en la curva de sus labios.


No era más que el director loco por la fuerza de su mirada, no era sino el turista maravillado ante la más plena obra de arte. Era sólo yo. Y ella lo era todo.



Oí sus pasos y forcé un poco más la sonrisa. Guardé el espejo de mano y me levanté para saludar a mi verdadera cita de esta noche, quien no sería capaz de apreciar ni la mitad de los suaves matices que me hacían tan bella aquella noche.