Miró a la luna llena. Su luz y las
nubes se entremezclaban creando extrañas formas sobre el negro del cielo. El
viento soplaba, cambiando las luces y moviendo la coleta de la chica. Estaba de
pie, con la ropa negra ajustada al cuerpo, el pelo oscuro ondeando en el aire y
la vista alzada al cielo, observando la estrella. Marte, el Dios de la guerra,
su protector. Fue para ella el más duro maestro y el más amable padre, fue el
apoyo en el terreno y el enemigo en la batalla.
Recordó los campos de batalla,
sangre formando ríos en el suelo, los miembros esparcidos y el dolor en las
heridas infectadas que surcaban ahora su piel como viejos recuerdos que no se
molestaba en ocultar. Marte le había enseñado a luchar, a matar, a no dejarse
impresionar por el sufrimiento ajeno. Había entrenado su mente y cuerpo para
soportar el dolor y había logrado que ella apreciara ese entrenamiento como el
regalo que era.
De nuevo a su mente vinieron las
espadas, los gritos de las numerosas batallas en las que había participado, las
caras desfiguradas por ese intenso dolor que antecede de forma lenta a la
muerte. Aquello no era más que un juego y ella, quien controlaba la partida.
Marte le había enseñado a jugar, a controlar la partida. Era necesario un duro
entrenamiento y una mente fría, y ella desde pequeña había sido entrenada para
cumplir ambas.
El viento trajo consigo el aullido
de un lobo y la chica sonrió. Con una última inclinación de cabeza se despidió
del Dios que más fuerte brillaba en el cielo y se perdió corriendo entre los árboles
del bosque.
La cacería había comenzado.