viernes, 6 de julio de 2012


Miró a la luna llena. Su luz y las nubes se entremezclaban creando extrañas formas sobre el negro del cielo. El viento soplaba, cambiando las luces y moviendo la coleta de la chica. Estaba de pie, con la ropa negra ajustada al cuerpo, el pelo oscuro ondeando en el aire y la vista alzada al cielo, observando la estrella. Marte, el Dios de la guerra, su protector. Fue para ella el más duro maestro y el más amable padre, fue el apoyo en el terreno y el enemigo en la batalla.

Recordó los campos de batalla, sangre formando ríos en el suelo, los miembros esparcidos y el dolor en las heridas infectadas que surcaban ahora su piel como viejos recuerdos que no se molestaba en ocultar. Marte le había enseñado a luchar, a matar, a no dejarse impresionar por el sufrimiento ajeno. Había entrenado su mente y cuerpo para soportar el dolor y había logrado que ella apreciara ese entrenamiento como el regalo que era.

De nuevo a su mente vinieron las espadas, los gritos de las numerosas batallas en las que había participado, las caras desfiguradas por ese intenso dolor que antecede de forma lenta a la muerte. Aquello no era más que un juego y ella, quien controlaba la partida. Marte le había enseñado a jugar, a controlar la partida. Era necesario un duro entrenamiento y una mente fría, y ella desde pequeña había sido entrenada para cumplir ambas.

El viento trajo consigo el aullido de un lobo y la chica sonrió. Con una última inclinación de cabeza se despidió del Dios que más fuerte brillaba en el cielo y se perdió corriendo entre los árboles del bosque.

 La cacería había comenzado.