domingo, 22 de abril de 2012

Animales.


No era mi primer día en la universidad, pero aún no había visitado la mitad de las instalaciones ni, por supuesto, acudido a todas las clases.
No recordaba el nombre de esa asignatura en particular, sólo sabía que, a pesar de dar muchos créditos, no había casi nadie matriculado. Eso me atrajo, supuse que podría enterarme mejor y conseguir los créditos que me hacían falta para acabar la carrera cuanto antes. Sin embargo, al llegar al aula, me di cuenta de que el planteamiento de la asignatura no iba a ser nada convencional.
Éramos un grupo de 24 personas, en una sala que más parecía el salón de un castillo medieval que un aula de universidad. Quizá fuera porque nos encontrábamos en el edificio más antiguo del campus, quizá porque ese día llovía, pero el ambiente se hacía tétrico y con un cierto aire de tensión.
Repartidas por la sala había tres mesas, dos paralelas entre sí y perpendiculares a una tercera, más pequeña, donde se situaba una caja de cartón. Al ver a todo el grupo congregado alrededor de ésta, decidí acercarme a curiosear. No había letras, era una simple caja de juego de mesa. Alguien decidió abrirla y leer las instrucciones. En efecto, era un juego de mesa.
Cada uno de nosotros estaríamos caracterizados por un animal del que debíamos disfrazarnos, ayudados de los distintos utensilios que encontrásemos en las sillas que bordeaban las mesas. No recuerdo qué animal me tocó, puesto que dejé a todos elegir antes que a mí. Lo que sí recuerdo es que estaba en la esquina más alejada de la puerta, al borde de una mesa en la que no cabía bien por lo incómodo de mi disfraz.
Mientras yo intentaba adaptarme a mi nueva indumentaria, empezó el juego. En un principio no le presté mucha atención, parecían sólo una serie de retos en los que el armadillo se mostraba como un atleta nato. Después empezó lo fuerte, aquello que nunca olvidaré.
No había tirado yo más de dos turnos y pasado sencillas pruebas que, en mi opinión, no tenían ningún sentido en una clase, cuando el juego dio un giro de 180º. Era el turno de la mofeta, eso lo recuerdo perfectamente. Al tirar el dado, calló en una casilla negra, con letras rojas, que a pesar de tales colores y de la forma escabrosa de las letras no llamaba especialmente la atención. “Duelo a muerte”, rezaba. Tirando el dado por segunda vez, quedó acordado que debía enfrentarse con el armadillo.
Todos nos apartamos a los laterales de la pequeña habitación, para dejar espacio a unos contrincantes que, si bien tenían claro lo que había que hacer, no parecían muy dispuestos a dar el primer paso. Finalmente ocurrió y la mofeta insertó su zarpa en el pecho del armadillo, que calló al suelo. Fue entonces cuando todos nos dimos cuenta que las patas o cascos de nuestros respectivos animales habían sido sustituidas en el disfraz por garras afiladas capaces de rajar y, como habíamos comprobado, también de matar.
            Que el armadillo había dejado el juego nos lo confirmó un reguero de sangre que se extendió rápidamente por el suelo. Pero nos habíamos concienciado, éramos armas, y el juego debía seguir ahora que lo habíamos empezado. Era una de las reglas.
            Era mi turno. Asustada aún después de la reciente pelea, tiré el dado. Otra casilla negra, las mismas letras rojas. Asustada, miré el tablero y comprobé desolada que mi peor temor se mostraba ante mis ojos: a partir de cierto punto, todas las casillas eran iguales. El juego estaba hecho para que sólo sobrevivieran los mejores.
            Resignada, tiré el dado. La marmota. Estaría bien si no fuera porque era una de las pocas personas que conocía, concretamente un chico con el que había ido a clase durante toda la secundaria y el bachillerato. Se me hizo irónico, pues esa lucha se hacía por muchos predestinada. Nuestros caracteres eran demasiado distintos.
            Aún así, cuando me planté ante él, con el resto de animales mirando, no pensé en nuestras diferencias, ni en los años de rencillas. Pensé que era mi vida o la suya, y que no había posibilidad de elegir. O simplemente no pensé, quizá la adrenalina del momento me impidiese hacerlo.
            Sólo recuerdo tirarme a por él, gritar como nunca lo había hecho. Un corte en el brazo, un giro impropio de mí misma. Recuerdos borrosos, lágrimas en los ojos y sangre en mi extraño atuendo. Y, finalmente, un golpe seco a la altura de la nuez. Se la incrusté, murió de asfixia.
            Recuerdo que en ese momento me sentí liberada, que chillé como una loca, me gustó esa sensación. Pero mientras el resto seguía jugando, caí en la cuenta de lo que había hecho. Tuve mucha suerte, no volvió a tocarme ningún combate, y al resto no presté suficiente atención. Lo que sí recuerdo es que, llegados al final, sólo el armadillo y yo habíamos luchado. El resto estaba limpio.
            Se oyó una voz por megafonía diciendo “Alumnos, siéntense en las mesas”. Los megáfonos se escuchaban por todo el campus, pero entendimos que ese anuncio iba dirigido expresamente a nosotros.
            Cada uno tomó asiento en el lugar del que había cogido su disfraz. Fue entonces cuando salieron del techo sogas anudadas que se colocaron encima de nuestra cabeza, como presagiando nuestra inminente muerte. Sonó una voz. Esta vez no era megafonía, pero tampoco era ninguno de los que allí nos encontrábamos. “Has querido sentirte yo, eso merece la muerte”. Nos miramos entre nosotros, y me di cuenta de que la jirafa había palidecido. Lo reconocí, a pesar de que su cara se había deformado por algo que parecía miedo: era quien había abierto la caja y leído las instrucciones del juego.
            Fue una milésima de segundo lo que tardó la cuerda en bajar, agarrarse a su cuello y estirar, llevándoselo tras de sí por una cavidad en el techo. Tras él murieron 3 más, entre ellos el armadillo. Hubo entonces un silencio tenso, en el que todos nos miramos esperando la muerte del siguiente. En el fondo, yo me esperaba que, en la frase que anticipaba cada fallecimiento, alguna dijese “No puedes vivir con la culpa, ¿verdad?” y me matase. Pero no lo hizo.
            Nadie más murió, se calló la voz, y los supervivientes nos relajamos mientras nos sonreíamos tímidamente. Pero poco duró esa paz, ya que oímos un ruido en la ventana y rápidamente nos giramos a mirar. Alguien había escalado la pared, a pesar de la lluvia torrencial, y estaba golpeando el cristal esperando a que abriésemos. Yo era quien estaba más cerca, así que dejé pasar a aquella mujer de traje ajustado y máscara de gato.
            Dejó su capa en uno de los tantos asientos vacíos y se encaminó a la tercera mesa, en la que no había nadie, donde se sentó de cara a nosotros. Su cuerpo era delicado y bello, con suaves curvas. Sus ojos, visibles bajo la máscara, eran de un verde enigmático, frío y cálido al mismo tiempo. Calculé que no debía pasar de los 30. Su voz, cuando comenzó a hablarnos, se mostró grave y bella, con un matiz agudo, a la vez reconfortante y estremecedor.
“Bien”, nos dijo, “llegados a este punto creo que os debo una explicación. Para empezar he entrado por la ventana porque la puerta fue atrancada por uno de vosotros una vez que empezó el juego para que no pudieseis escapar. El mismo que se inventó que una vez empezado el juego debe terminarse. Por mentiras como esa, ahora esta muerto. En segundo lugar, como habréis podido averiguar, esta asignatura no es como el resto. Aquí vais a conoceros a vosotros mismos, vais a trabajar la individualidad. Vais a potenciar vuestro lado más fuerte, vais a convertiros en bestias. No os preocupéis por las muertes, el Estado está al tanto de nuestras actividades y, como rector, tengo algunos beneficios que él mismo me concede. Mi capricho es esta clase.” Hizo un movimiento del brazo abarcando el aula, mientras una sonrisa se adivinaba en su voz y en la forma de sus ojos.
“Os habéis embarcado aquí sin saber a lo que veníais, así que os propongo un trato. Aquellos que sean menores de edad podrán elegir entre jugar, o irse. Sin ningún tipo de represalia ni amenaza. Simplemente no volverán a pisar esta clase.”
Los menores de edad nos miramos en ese momento. Éramos cuatro, de los 15 que habíamos quedado. “Su situación es distinta a la mía”, pensé, “ellos no han matado a nadie. Yo soy una asesina.”
Ese pensamiento cubría mi mente entera, pero aún así, no acertaba a decidirme. Dar muerte a una persona estaba mal, cierto. Pero aún recordaba la sensación al matar a mi compañero y, para que negarlo, me había gustado, al igual que me gustaba la rectora  y su estilo. Decidí sin embargo, dejarme guiar por lo correcto y solicité una tutoría.
Pedí a la rectora  que me retirara del juego, ya que suponía un compromiso con mis ideales. Su respuesta, sin embargo, me confundió. Fue como si alguien me mostrara lo que yo llevaba tanto tiempo intentando acallar. “Tú no tienes ideales, y lo sabes. Tú, como yo, tienes instintos. Serías perfecta para este juego, realmente lo eres.” Dudé, me hizo dudar. Me hizo plantearme si no llevaría razón y no sería yo la única que se engañaba a sí misma. “Pero si quieres abandonar, estás en tu derecho”. Esas palabras, esa forma de renunciar a mí aún habiendo dejando claro lo capaz que me veía, eso lo decidió todo.
Hoy es mi segundo día de clase. Quedan minutos para que empiece el próximo juego.

lunes, 9 de abril de 2012

Una sonrisa.

Subes y te miras al espejo, como siempre. Y te ves guapa, aunque haya otras que lo sean más que tú.
Ves tu piel pálida en el cristal, adornada con un ligero matiz rosado a la altura de las mejillas. Los ojos que te devuelven la mirada están enmarcados en unas gafas que reflejan su fuerza natural, una montura del mismo color que los reflejos que a veces parecen adornar tu cabello. Tu nariz, que muchas veces juzgaste desproporcionada, es hoy el punto perfecto en el sitio adecuado.
Otras veces los ojos que te devuelven la mirada son más grandes, con una mirada cálida, del mismo tono caoba que el pelo largo que cae abrazando suavemente tu cintura. La piel quizá sea más oscura, quizá tienes el pelo muy corto, ¿y qué más da?
Quizá no sean sino verdes, con tonos amarillos y grises que forman figuras caprichosas en el centro de tu iris. Tal vez sean redondos, con unas grandes pestañas, o tengan una caprichosa forma almendrada que te de un aire distinto.
Tal vez la cara no sea de mujer, sino de hombre. Puede que no seas castaña, sino pelirrojo. Da igual que hoy tampoco te hayas afeitado, que tengas ojeras, que esta semana se te olvidara depilarte.
Lo importante es ese momento decisivo, esa lucha entre el espejo y tú con tu autoestima como única vencedora. Ese momento en que te miras de frente, tal y como eres, sonries y te ves guapa. O guapo. O quizá sexy, atractivo, interesante. Lo esencial  es que es algo que te gusta. Te has encontrado contigo mismo, has visto tus defectos y virtudes, y has resaltado las últimas.
            Vuelves a mirarte, vuelves a sonreirte, a enamorarte de la curva de tus labios, del brillo de tus ojos. Y en esa sonrisa, en ese instante al que ni siquiera estás prestando atención, comienzas a quererte.