No era mi primer día en la
universidad, pero aún no había visitado la mitad de las instalaciones ni, por
supuesto, acudido a todas las clases.
No recordaba el nombre de esa
asignatura en particular, sólo sabía que, a pesar de dar muchos créditos, no
había casi nadie matriculado. Eso me atrajo, supuse que podría enterarme mejor
y conseguir los créditos que me hacían falta para acabar la carrera cuanto
antes. Sin embargo, al llegar al aula, me di cuenta de que el planteamiento de
la asignatura no iba a ser nada convencional.
Éramos un grupo de 24 personas,
en una sala que más parecía el salón de un castillo medieval que un aula de
universidad. Quizá fuera porque nos encontrábamos en el edificio más antiguo
del campus, quizá porque ese día llovía, pero el ambiente se hacía tétrico y
con un cierto aire de tensión.
Repartidas por la sala había tres
mesas, dos paralelas entre sí y perpendiculares a una tercera, más pequeña,
donde se situaba una caja de cartón. Al ver a todo el grupo congregado
alrededor de ésta, decidí acercarme a curiosear. No había letras, era una
simple caja de juego de mesa. Alguien decidió abrirla y leer las instrucciones.
En efecto, era un juego de mesa.
Cada uno de nosotros estaríamos
caracterizados por un animal del que debíamos disfrazarnos, ayudados de los
distintos utensilios que encontrásemos en las sillas que bordeaban las mesas.
No recuerdo qué animal me tocó, puesto que dejé a todos elegir antes que a mí.
Lo que sí recuerdo es que estaba en la esquina más alejada de la puerta, al borde
de una mesa en la que no cabía bien por lo incómodo de mi disfraz.
Mientras yo intentaba adaptarme a
mi nueva indumentaria, empezó el juego. En un principio no le presté mucha
atención, parecían sólo una serie de retos en los que el armadillo se mostraba
como un atleta nato. Después empezó lo fuerte, aquello que nunca olvidaré.
No había tirado yo más de dos
turnos y pasado sencillas pruebas que, en mi opinión, no tenían ningún sentido
en una clase, cuando el juego dio un giro de 180º. Era el turno de la mofeta,
eso lo recuerdo perfectamente. Al tirar el dado, calló en una casilla negra,
con letras rojas, que a pesar de tales colores y de la forma escabrosa de las
letras no llamaba especialmente la atención. “Duelo a muerte”, rezaba. Tirando
el dado por segunda vez, quedó acordado que debía enfrentarse con el armadillo.
Todos nos apartamos a los laterales de la pequeña
habitación, para dejar espacio a unos contrincantes que, si bien tenían claro
lo que había que hacer, no parecían muy dispuestos a dar el primer paso.
Finalmente ocurrió y la mofeta insertó su zarpa en el pecho del armadillo, que
calló al suelo. Fue entonces cuando todos nos dimos cuenta que las patas o
cascos de nuestros respectivos animales habían sido sustituidas en el disfraz
por garras afiladas capaces de rajar y, como habíamos comprobado, también de
matar.
Que el
armadillo había dejado el juego nos lo confirmó un reguero de sangre que se
extendió rápidamente por el suelo. Pero nos habíamos concienciado, éramos
armas, y el juego debía seguir ahora que lo habíamos empezado. Era una de las
reglas.
Era mi
turno. Asustada aún después de la reciente pelea, tiré el dado. Otra casilla
negra, las mismas letras rojas. Asustada, miré el tablero y comprobé desolada
que mi peor temor se mostraba ante mis ojos: a partir de cierto punto, todas
las casillas eran iguales. El juego estaba hecho para que sólo sobrevivieran
los mejores.
Resignada,
tiré el dado. La marmota. Estaría bien si no fuera porque era una de las pocas
personas que conocía, concretamente un chico con el que había ido a clase
durante toda la secundaria y el bachillerato. Se me hizo irónico, pues esa
lucha se hacía por muchos predestinada. Nuestros caracteres eran demasiado
distintos.
Aún así,
cuando me planté ante él, con el resto de animales mirando, no pensé en
nuestras diferencias, ni en los años de rencillas. Pensé que era mi vida o la
suya, y que no había posibilidad de elegir. O simplemente no pensé, quizá la
adrenalina del momento me impidiese hacerlo.
Sólo
recuerdo tirarme a por él, gritar como nunca lo había hecho. Un corte en el
brazo, un giro impropio de mí misma. Recuerdos borrosos, lágrimas en los ojos y
sangre en mi extraño atuendo. Y, finalmente, un golpe seco a la altura de la
nuez. Se la incrusté, murió de asfixia.
Recuerdo
que en ese momento me sentí liberada, que chillé como una loca, me gustó esa
sensación. Pero mientras el resto seguía jugando, caí en la cuenta de lo que
había hecho. Tuve mucha suerte, no volvió a tocarme ningún combate, y al resto
no presté suficiente atención. Lo que sí recuerdo es que, llegados al final,
sólo el armadillo y yo habíamos luchado. El resto estaba limpio.
Se oyó una
voz por megafonía diciendo “Alumnos, siéntense en las mesas”. Los megáfonos se
escuchaban por todo el campus, pero entendimos que ese anuncio iba dirigido
expresamente a nosotros.
Cada uno
tomó asiento en el lugar del que había cogido su disfraz. Fue entonces cuando
salieron del techo sogas anudadas que se colocaron encima de nuestra cabeza,
como presagiando nuestra inminente muerte. Sonó una voz. Esta vez no era
megafonía, pero tampoco era ninguno de los que allí nos encontrábamos. “Has
querido sentirte yo, eso merece la muerte”. Nos miramos entre nosotros, y me di
cuenta de que la jirafa había palidecido. Lo reconocí, a pesar de que su cara
se había deformado por algo que parecía miedo: era quien había abierto la caja
y leído las instrucciones del juego.
Fue una
milésima de segundo lo que tardó la cuerda en bajar, agarrarse a su cuello y
estirar, llevándoselo tras de sí por una cavidad en el techo. Tras él murieron
3 más, entre ellos el armadillo. Hubo entonces un silencio tenso, en el que
todos nos miramos esperando la muerte del siguiente. En el fondo, yo me
esperaba que, en la frase que anticipaba cada fallecimiento, alguna dijese “No
puedes vivir con la culpa, ¿verdad?” y me matase. Pero no lo hizo.
Nadie más
murió, se calló la voz, y los supervivientes nos relajamos mientras nos
sonreíamos tímidamente. Pero poco duró esa paz, ya que oímos un ruido en la
ventana y rápidamente nos giramos a mirar. Alguien había escalado la pared, a
pesar de la lluvia torrencial, y estaba golpeando el cristal esperando a que
abriésemos. Yo era quien estaba más cerca, así que dejé pasar a aquella mujer
de traje ajustado y máscara de gato.
Dejó su
capa en uno de los tantos asientos vacíos y se encaminó a la tercera mesa, en
la que no había nadie, donde se sentó de cara a nosotros. Su cuerpo era
delicado y bello, con suaves curvas. Sus ojos, visibles bajo la máscara, eran
de un verde enigmático, frío y cálido al mismo tiempo. Calculé que no debía
pasar de los 30. Su voz, cuando comenzó a hablarnos, se mostró grave y bella,
con un matiz agudo, a la vez reconfortante y estremecedor.
“Bien”, nos dijo, “llegados a
este punto creo que os debo una explicación. Para empezar he entrado por la
ventana porque la puerta fue atrancada por uno de vosotros una vez que empezó
el juego para que no pudieseis escapar. El mismo que se inventó que una vez
empezado el juego debe terminarse. Por mentiras como esa, ahora esta muerto. En
segundo lugar, como habréis podido averiguar, esta asignatura no es como el
resto. Aquí vais a conoceros a vosotros mismos, vais a trabajar la
individualidad. Vais a potenciar vuestro lado más fuerte, vais a convertiros en
bestias. No os preocupéis por las muertes, el Estado está al tanto de nuestras
actividades y, como rector, tengo algunos beneficios que él mismo me concede.
Mi capricho es esta clase.” Hizo un movimiento del brazo abarcando el aula,
mientras una sonrisa se adivinaba en su voz y en la forma de sus ojos.
“Os habéis embarcado aquí sin
saber a lo que veníais, así que os propongo un trato. Aquellos que sean menores
de edad podrán elegir entre jugar, o irse. Sin ningún tipo de represalia ni
amenaza. Simplemente no volverán a pisar esta clase.”
Los menores de edad nos miramos
en ese momento. Éramos cuatro, de los 15 que habíamos quedado. “Su situación es
distinta a la mía”, pensé, “ellos no han matado a nadie. Yo soy una asesina.”
Ese pensamiento cubría mi mente
entera, pero aún así, no acertaba a decidirme. Dar muerte a una persona estaba
mal, cierto. Pero aún recordaba la sensación al matar a mi compañero y, para
que negarlo, me había gustado, al igual que me gustaba la rectora y su estilo. Decidí sin embargo, dejarme guiar
por lo correcto y solicité una tutoría.
Pedí a la rectora que me retirara del juego, ya que suponía un
compromiso con mis ideales. Su respuesta, sin embargo, me confundió. Fue como
si alguien me mostrara lo que yo llevaba tanto tiempo intentando acallar. “Tú
no tienes ideales, y lo sabes. Tú, como yo, tienes instintos. Serías perfecta
para este juego, realmente lo eres.” Dudé, me hizo dudar. Me hizo plantearme si
no llevaría razón y no sería yo la única que se engañaba a sí misma. “Pero si
quieres abandonar, estás en tu derecho”. Esas palabras, esa forma de renunciar
a mí aún habiendo dejando claro lo capaz que me veía, eso lo decidió todo.
Hoy es mi segundo día de clase.
Quedan minutos para que empiece el próximo juego.