viernes, 7 de septiembre de 2012

No sé si la palabra es hipotético o deseado.

Rabia, odio, sangre, dolor.

Aquella habitación, el rastro de sangre en las paredes, el olor a muerte. El resto de un aliento en el aire, de su último aliento, y un cuerpo sin vida en el suelo. Pero no un cuerpo cualquiera, sino su cuerpo.

A su mente venían ráfagas de imágenes intermitentes, como una película vieja que funcionara a ratos. Habían quedado y esa tarde ella había propuesto ir a un sitio distinto ("Haremos algo especial", había añadido con esa sonrisa tan característica suya), a una casa en medio de ninguna parte y que la chica había visitado con anterioridad. El chico accedió con una sonrisa de suficiencia, seguía creyendo que era él quien llevaba el control. Otro fogonazo. Él estaba atado a una silla mientras ella asestaba puñaladas mortales en su pecho con una fuerza que ni ella misma esperaba tener, sintiendo cómo el cuchillo desgarraba la piel, se acercaba a los órganos y los atravesaba con una sensación a la vez deliciosa y malvada, como de estar haciendo algo sumamente placentero que lo es más por el hecho de estar prohibido. Salpicaba las paredes de sangre, formando extrañas y aterradoras formas en el color sucio de una pared desgastado por el tiempo, con una banda sonora formada por los gritos de él y las risas de ella, la risa nerviosa de quien sabe que está haciendo algo mal, la risa frenética de quien se siente liberada, la risa inocente de una niña que no repara en las consecuencias de sus actos y sólo busca una nueva forma de diversión.

Y ahora lo veía ahí, tumbado en el suelo. Casi podría decirse que dormía si no fuera por el charco oscuro que formaba la sangre alrededor de su cuerpo inerte y esa herida tan grande y fea en el torso.

Oía una voz en su cabeza, su voz, diciéndole una y otra vez que la amaba, que la necesitaba, que sería suyo para siempre. Recordaba su respiración agitada aquella vez que lloraba y le pedía perdón por haberla perdido sin darse cuenta, cuando le repetía incansablemente lo importante que era para él. Y volvió a mirar el cadáver, pero esta vez con una visión completamente distinta.

Lo miro a la cara, recordando cuando cada noche soñaba con besarla, y volvió a imaginarse haciéndolo. Bajó su mano por el fuerte pecho, por su suave estómago, acariciándolo con dulzura una y otra vez. Como siempre, sus sueños le vinieron de repente, aunque esta vez les acompañaba su voz riendo con ella, gimiendo en su oído, susurrándole entre caricias y recordándole su amor, tal y como siempre lo hacía.

-¿Qué he hecho?- Pensaba una y otra vez, notando cómo los ojos se le empañaban poco a poco.

Miró de nuevo al chico al que, ahora se daba cuenta, seguía amando a pesar de todo el daño que le había causado. Fijó la vista en su cara y en su pecho, inertes ahora que ella había decidido llevar la locura de su amor al extremo del asesinato.

-¿Qué he hecho?- Se volvía a repetir mientras las lágrimas resbalaban por su cara como un río desbocado de aguas interminables.

Con un grito se desplomó junto al cadáver besándolo, mezclando sus lágrimas con la sangre aún caliente de aquel ser que seguía siendo el centro de su vida, lo más importante, su razón para seguir adelante, y a quien había arrebatado la existencia. Se acercó a sus dulces labios y los besó, susurrando su nombre, llorándole en silencio, implorando que reaccionase de una u otra forma y sintiendo cómo algo se rompía en su interior. Ahora lo sabía, lo amaba como nunca había amado a nadie, y no lo supo ver hasta que no fue demasiado tarde. Sin él, ahora lo entendía, no habría nada.

Ahora su llanto no era quedo, sino que los gritos de angustia se mezclaban confusamente en su cabeza con las lágrimas, los recuerdos y ese dolor sordo que le partía el pecho por la mitad y que era peor que cualquier sufrimiento que nunca hubiese sido capaz de imaginar.

Poco a poco su llanto se fue extinguiendo y la chica se vio capaz de levantarse, agarrándose el pecho, abrazándose a sí misma, pues sentía que en su interior algo se había destrozado por completo y dañado sin que hubiera manera alguna de arreglarlo. Lentamente y sin prisas, pues nada importaba ya, cogió del suelo el cuchillo, el único culpable y testigo que quedaría de todo lo sucedido en aquella habitación. Al mirarlo, vio también sus manos empapadas en sangre, igual que su ropa y, supuso, su cara. Miró el cuerpo sin vida una vez más y hundió el arma dentro suya, dejando que arrasara con todo lo que encontrara a su paso. Sonrió una vez más antes de cerrar los ojos y dejar que la muerte la arrastrara dulcemente hasta su acogedora morada, pronunciando unas palabras de amor que nadie escucharía.

Fue lo último que pudo llegar a pensar. Después, una ingente cantidad de sensaciones nuevas la invadió para anunciarle el fin. Sintió que su vista se difuminaba, que el tacto disminuía conforme iban disminuyendo los latidos del corazón, que previamente hubo cabalgado como un caballo salvaje sin rumbo ni jinete. La lengua se le pegaba al velo del paladar sin que fuese capaz de separarla y sintió que los oídos primero le pitaban muy fuerte para después someterse al más largo y terroríficamente relajante silencio.

Silencio, sólo silencio.